Autor: Fernando Sarráis
ISBN: 9788431330521
Colección: Persona y Cultura
Año: 2015
Páginas: 144
Peso: 0,130 Kg.
Precio: 10,00 € (9,62 € sin IVA)
Descripción
¿Es necesario conocer y respetar la finalidad natural de la sexualidad humana para ser persona?
¿Es necesaria una adecuada relación entre sexualidad, amor y placer para ser feliz en las relaciones de pareja?
¿Las diferencias psicológicas de la feminidad y masculinidad tienen una finalidad positiva en la vida familiar?
El pudor, la modestia y la castidad ¿tienen un sentido positivo en la vida personal y social?
¿Es necesaria una suficiente madurez psicológica, para lograr el verdadero amor que es altruista?
Muestra de contenido
ÍNDICE
1. Introducción
2. La afectividad
3. Cuerpo humano sexuado: Cariño y respeto al propio cuerpo – Conciencia del propio cuerpo – Sentido de propiedad del propio cuerpo – El pudor y la modestia
4. Mente sexuada: Psicología femenina – Psicología masculina
5. La sexualidad humana
6. La virtud de la castidad: La castidad, salvaguardia para lograr una sexualidad humana – La castidad, salvaguardia del verdadero amor – Algunas consecuencias de vivir la castidad
7. Epílogo
8. Bibliografía
Introducción
No hace falta ser un experto en historia, antropología o sociología para saber que el comportamiento sexual ha sido y es muy importante en la vida de cada individuo y en la de la sociedad. Ese comportamiento ha oscilado siempre entre dos extremos opuestos: de un lado el de la búsqueda del placer como objetivo principal; de otro, el de seguir la guía de la razón, para lograr, bajo el control de la voluntad, su finalidad natural, que es la expresión del amor, a una criatura o al Creador. Esa finalidad natural incluye también la generación de otros seres humanos, las criaturas más maravillosas del planeta Tierra, capaces de conocer la verdad y de amar el bien.
En la Biblia, uno de los textos más antiguos de la humanidad, se recoge un buen número de sucesos que ilustran casos extremos del comportamiento sexual humano.
Por un lado, en el polo negativo, está el ejemplo de los habitantes de las ciudades de Sodoma y Gomorra, que han quedado en el acervo cultural como modelos del desenfreno sexual; otros ejemplos individuales son el de David, escogido por Dios para ser rey de su pueblo, que comete adulterio con la mujer de Urías; el del rey Salomón, hijo de David, que, después de recibir de Dios el regalo de la Sabiduría, lo abandonó arrastrado por sus amantes extranjeras; o el caso los dos viejos impuros que quieren abusar sexualmente de la casta Susana.
En el polo opuesto, la Biblia recoge los casos de personajes importantes en la historia del pueblo elegido, que, por amor a Dios, renuncian por toda la vida al uso de la sexualidad y viven el celibato. Entre ellos están Elías, Juan Bautista, la Virgen María y su esposo San José, el mismo Jesucristo, San Juan Evangelista, San Pablo.
También los historiadores civiles, recogen ejemplos de esos dos polos opuestos del modo de vivir la sexualidad. En el polo negativo, son ilustrativos los relatos de casos de pedofilia (ahora llamada pederastia) entre los griegos, y las orgías sexuales de los romanos. En el polo positivo, está la manera de vivir la sexualidad de algunos personajes seguidores de la filosofía estoica, como Séneca y Cicerón, que se guiaban en toda su conducta, también en la sexualidad, por la contención y el desprendimiento de los placeres.
Así pues, desde la antigüedad se van formando y consolidando dos corrientes de pensamiento y comportamiento antagónicas, denominadas hedonismo y estoicismo, que, en cierto modo, tipifican el comportamiento sexual de las personas.
Los hedonistas afirman que el bien es el placer y el bienestar y el mal es el dolor y el sufrimiento. El hedonismo se ha denominado también epicureísmo, porque uno de sus principales defensores fue Epicuro; este filósofo afirmaba que el primer objetivo del hombre no era buscar el placer, sino evitar el sufrimiento; y que el máximo placer, al que hay que aspirar, consistía en llegar a un estado de profunda tranquilidad (ataraxia), libre de las perturbaciones y malas consecuencias de los placeres efímeros. Este estado, en los tiempos modernos, viene a coincidir con lo que se denomina bienestar o calidad de vida.
Los estoicos afirmaban que el mayor bien está en la razón y la virtud; esta última es un hábito bueno de la voluntad, con la que se puede alcanzar la apatía, una especie de estado de indiferencia ante el placer y el dolor. Ello supone lograr un auto-control respecto a la reacción afectiva negativa que produce el sufrimiento. Con la aparición del cristianismo, religión de un Dios que muere sufriendo, por amor y para redimir al hombre del mal, en el martirio de la cruz, el estoicismo fue superado por la actitud positiva de la ascesis cristiana, que ve el sufrimiento como camino para encontrarse con Jesucristo y unirse a Él en la tarea de la redención del mundo.
Entre estas dos corrientes éticas opuestas, hay otras muchas corrientes de pensamiento, como son el utilitarismo, el humanismo, el pesimismo de Schopenhauer, el budismo, el hinduismo, el islamismo, el judaísmo.
Esas dos ideologías polares siguen vigentes, han tenido seguidores a lo largo de la historia hasta el momento actual. El desequilibrio natural del hombre, que nace imperfecto e indigente en el plano físico y psicológico, y por el que precisa la ayuda de los demás para mejorar, da razón tanto de las diferencias y errores en el comportamiento de unas personas a otras, como del carácter bueno o malo, también en la esfera sexual, de esos comportamientos.
En nuestros días, por impulso de varias fuerzas sociales, estamos asistiendo a un auge de la corriente hedonista, que se refleja en la llamada “revolución sexual”, que postula la idea de que en el comportamiento sexual vale todo, siempre que se trate de una actividad libre, por parte de todos los implicados, y que se preste una atención adecuada y responsable de las cuestiones higiénicas, para evitar infecciones y embarazos indeseados.Quizá la frase más emblemática de estos revolucionarios sea la de Herbert Marcuse en su libro “Eros y civilización”: El eros es el principio del ser, lo que implica que el objetivo de la existencia humana es la lucha por el placer.
Un resumen muy claro de las ideas de los impulsores de la revolución sexual se recogen con sencillez y brevedad, y con una crítica positiva, en el libro de Enrique Colom y Pablo Requena: “Como explicar la revolución sexual”. Es muy ilustrativa la lista de las consecuencias prácticas de esta ideología que ofrecen los autores:
- Sexualidad sin matrimonio (amor libre)
- Sexualidad sin procreación (anticoncepción y aborto)
- Procreación sin sexualidad (fecundación in vitro)
- Pansexualismo generalizado (sexo sin amor; cosificación de sexo: sometido a la oferta y demanda)
- Cultura unisex y feminismo radical (sexo sin persona: el cuerpo no dice nada de la persona, ni de la complementariedad sexual para la donación amorosa)
- Libertad absoluta para configurarse sexualmente y tener sexo (privatización del sexo, que no acepta injerencias externas en su uso)
Gracias al influjo de los medios de comunicación y, en especial de la internet, el objetivo de la búsqueda del placer, y especialmente del placer sexual, ha pasado a ser la pulsión prioritaria de una extensa población de gente de occidente, sobre todo entre los jóvenes, que da razón del boom de la pornografía, la prostitución, las adicciones sexuales, del aumento de los casos de violaciones, de la pederastia, de las infidelidades, de los embarazos de adolescentes, del incremento de las infecciones venéreas, y de otras consecuencias negativas, físicas y psicológicas. La filósofa norteamericana Wendy Shalit en su libro “Retorno al pudor” afirma además que: …la pornografía ha contribuido a hacer más groseras las relaciones entre los dos sexos. Casi han desaparecido las costumbres victorianas que regulaban la relación entre damas y caballeros, para dar paso a una relación más física y genital, más propia de machos y hembras.
Los partidarios de la revolución sexual afirman que las mayores consecuencias positivas de su programa son, de un lado, el libre acceso al bienestar que produce el placer mientras dura, que, aunque breve, puede ser reiterado a capricho; y, de otro, la liberación del sentimiento de culpa y vergüenza que proviene de saltarse los principios morales y sociales reguladores de la conducta sexual.
Pero la realidad es que, el efecto “anestésico” inducido por la tolerancia y la habituación hace que la sensación placentera sea cada vez más breve y menos intensa, lo que causa un sentimiento progresivo y permanente de frustración, que se incrementa por la insatisfacción crónica, el vacío afectivo y la infelicidad que acompaña a toda relación social en la que hombre es reducido a su plano meramente biológico y animal. El hábito de vivir exclusivamente para sentir el placer que produce la satisfacción de las necesidades biológicas, junto con la reducción progresiva de la libertad interior asociada a la intensa dependencia física y psicológica que produce el placer habitual, llevan a la persona a centrar su atención casi exclusiva en el cuerpo y en la sexualidad.
Wendy Shalit afirma que esta cultura hedonista ha hecho que la mujer, por su deseo de agradar y de mantener el cariño del hombre, no pueda, o le resulte muy costoso, decir “no” a los deseos sexuales del hombre,: …una mujer que se niega a acostarse con un hombre parece que le está insultando. Por eso, se piensa que tiene “complejos”, o que ha tenido “malas experiencias”, o que “no tiene una actitud sana hacia la sexualidad”. El no acostarse con alguien es considerado hoy en día un acto de hostilidad, cuando antes se entendía como parte del proceso natural de buscar pareja. Por esta razón, la autora, defiende la importancia de la regulación moral y social de la sexualidad, que se concretan en las reglas del pudor y la modestia: Cuando las insinuaciones sexuales de uno de los dos se ven rechazadas, es fácil que se tome como algo personal; pero si el rechazo no depende de una elección arbitraria –porque es un mandato de la ley de Dios o de las tradiciones sociales- no es posible que nadie se lo tome como una ofensa.
En este libro se intentará describir, de un modo sencillo y claro, los elementos implicados en el funcionamiento psicológico y conductual humano, con una atención especial en los implicados en el modo de vivir la sexualidad, con un doble propósito: ayudar a prevenir las consecuencias negativas que acabamos de comentar; y conseguir que el comportamiento sexual, al igual que los demás, esté guiado por la razón y se realice con libertad interior, para que pueda contribuir así a lograr la felicidad.
El ser humano nace con las facultades propias de su especie, pero ha de desarrollarlas durante toda su vida, poniéndolas en práctica. El más rápido y profundo desarrollo de esas facultades se da en la infancia y la adolescencia. Las que interesan más en nuestro contexto son la afectividad y la sexualidad, por una parte, y la razón y la voluntad, por otra.
Cuando una persona consigue un adecuado control de sí misma, que es una tarea de la voluntad pero guiada por la razón – que viene a ser como su GPS – alcanza un nivel de equilibrio o armonía personal suficiente para ser feliz y hacer felices a los que la rodean: padres, hermanos, amigos, colegas, novios, esposos, hijos.
En las personas sin ese autocontrol, la afectividad influye en el comportamiento más que la razón, e impulsa a realizar conductas que producen sentimientos agradables o que evitan los sentimientos desagradables, con independencia de que sean buenas o malas, aunque son más frecuentes las malas porque requieren menos esfuerzo.
Las conductas malas producen placer o evitan sufrir, y se acompañan de sentimientos agradables a corto plazo, pero desagradables a medio y largo plazo.
Las conductas buenas, que son juzgadas como tales por la razón y queridas e impulsadas por la voluntad, unas veces en colaboración de la afectividad y otras en contra de ella, suelen hacer sufrir o sentirse mal a corto plazo -son desagradables afectivamente-, porque requieren esfuerzo y, esforzarse cuesta. De ahí el refrán que dice: “el que algo quiere algo le cuesta”, pero producen felicidad a medio y largo plazo.
La facultad que sirve para conocer el bien práctico, es decir, cuál es la conducta buena a realizar en cada momento, es la razón (a veces llamada conciencia), que es la cualidad más característica del ser humano. Esa facultad ha de ser perfeccionada con la práctica y el estudio, y precisa la ayuda de la afectividad positiva (paz y alegría); por el contrario, las emociones y sentimientos negativos enturbian la razón, más o menos, según la intensidad de esos afectos. Y, la facultad que debe controlar la afectividad, para evitar los afectos negativos y mantener los positivos, es la voluntad. El antropólogo Ricardo Yepes afirma algo similar cuando dice: Aprender a ser hombre o mujer es aprender a dirigirse a uno mismo, y lograr la armonía del alma gracias a la educación moral de los sentidos.
Así pues, la facultad que mueve a comportarse bien es la voluntad, que precisa desarrollarse con una actividad continuada, que producirá la virtud de la fortaleza, y permitirá lograr una afectividad positiva más habitual.
En el noviazgo, en el matrimonio y, en general, en las relaciones sociales, comportarse bien tiene como consecuencia la felicidad de las personas implicadas; mientras que comportarse mal produce un sufrimiento profundo y prolongado, ya que “se hace más daño a quien más queremos”, pues del amado esperamos el bien, no el daño.
La raíz más profunda de toda mala relación con los demás es el egoísmo, que pone el bienestar (sentirse bien y no sentirse mal) del Yo por delante del bienestar del Tú. Por el contrario, buscar el bien de uno mismo, del Yo, es un buen objetivo, pues consiste en buscar ser bueno, y el que es bueno vive la caridad con los demás, la cual es, además, la virtud que nos hace buenos. Las personas buenas saben amar con más intensidad y constancia, y son más fácilmente amados por los demás; ese amor de ambas partes produce felicidad.
Así pues, se puede concluir que la felicidad está directamente relacionada con el amor: cuanto más se ame, a cuanta más gente se ame, cuanto más puro sea el amor, más felicidad. El amor más puro es el amor incondicional: “te quiero porque quiero quererte, no sólo porque me haces sentirme bien”. A este respecto, viene a cuento recordar ahora la escena que todos hemos contemplado al asistir a una boda, en la que el testigo cualificado – el sacerdote – pregunta a los futuros esposos si están dispuestos a quererse “en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza…”, y podría seguir enunciando una lista interminable de posibles circunstancias, positivas y negativas, en la vida de los esposos. La razón de esta encuesta es desear para los esposos el mejor amor, el amor que Dios tiene a los hombres, incluidos a los más pecadores, que es un amor incondicional. La intensidad de ese amor se mide por la magnitud del sacrificio que se está dispuesto a realizar para que la persona amada sea feliz.
No vivimos hoy en un tiempo de fe, idealismo y amores platónicos; por el contrario, desde hace décadas, estamos inmersos en una cultura hedonista, individualista y materialista, que postula la búsqueda del placer como motivación principal del ser humano, y conlleva la evitación de su opuesto, el sufrimiento y, por lo tanto, del sacrificio, que impedirá llegar a saber amar incondicionalmente.
Algo parecido afirma Shalit: …hay un pasaje del Manifiesto comunista en el que Marx habla de cómo es eliminado el “velo sentimental”. Después de todo, quizá el “velo sentimental” tenía una utilidad que no era en realidad ni tan tonta ni tan sentimental. Es posible que un poco de idealismo sea bueno en algunos momentos. Desde algún punto de vista, podría decirse que el comportamiento de los hombres en la calle hoy en día es más sincero porque miran con lascivia y hacen observaciones zafias en lugar de inclinar el sombrero y cumplir unas normas “artificiales” de decencia. Me imagino que también se podría decir que todo amor romántico implica un cierto engaño acerca de lo que realmente se busca. Pero si los que aman creyeran realmente las palabras que se dicen, y si los extraños estuvieran convencidos de la utilidad de las normas sociales que respetan, las relaciones interpersonales no tendrían por qué ser tan groseras. Quizá el mayor engaño fue precisamente pensar que podríamos ser capaces de arrancar ese velo sentimental. Muchos de nosotros seguimos añorándolo en secreto. Parece que no lo podemos evitar, está en nuestra naturaleza.
La búsqueda del placer como objetivo principal de la vida del hombre lleva a comportamientos egocéntricos, que crean hábitos negativos -vicios- y producen un desequilibrio profundo de la personalidad, pues el placer es buscado por los sentimientos y emociones agradables que lo acompañan. La repetición, sin embargo, de esas emociones y sentimientos produce, junto con la “hipertrofia” de la afectividad, una “atrofia” de la razón y de la voluntad, que es la situación característica de las personas con una personalidad inmadura y psicológicamente débiles.
Lo propio de una personalidad madura, sana y feliz, es el equilibrio jerárquico entre cabeza y corazón, es decir, entre razón y voluntad, de una parte, y afectividad, de otra. Las personas inmaduras tienen serias dificultades para pasar de la etapa de enamoramiento y atracción sexual, que son pasajeras, a la etapa del amor incondicional, que es más permanente. Esto explica que la inmadurez psicológica o de la personalidad sea la causa más frecuente de fracaso en el noviazgo, el matrimonio y de muchos otros conflictos sociales.
Ricardo Yepes, en su manual de antropología, afirma algo parecido a lo que acabamos de exponer, cuando escribe que la sexualidad es un modo de ser, pero antes es también un impulso sensible, un deseo sexual, biológico, orgánico. Si no se acoge ese impulso en el ámbito de la conciencia y de la voluntad, se generan conflictos y disarmonías. La integración del impulso sexual con los sentimientos, la razón y la voluntad que da lugar a la armonía del alma es una tarea costosa y larga, y tiene como objetivo la donación recíproca del varón y la mujer.
En los siguientes apartados, veremos como la exaltación del placer y del bienestar afectivo, conduce al egoísmo, que está detrás tanto de la falsificación de la finalidad natural de la sexualidad humana, como de sus secuelas negativas: erotización, promiscuidad, infidelidades, violencia de género, enfermedades físicas y psicológicas, abortos, divorcios.
Epílogo
Este libro trata de poner un grano de arena en el platillo de la balanza del bien, para contribuir a equilibrarla, o, mejor aún, tratar de inclinarla hacia el lado del bien.
La batalla entre el bien y el mal acompaña a la humanidad desde sus inicios y seguirá acompañándola hasta el final de la historia. Las vicisitudes de esa lucha tienen consecuencias, en forma de penas y sufrimiento, alegrías y felicidad de los individuos concretos. El mal los acongoja y el bien les hace disfrutar.
Esta lucha se da, en cada sociedad, entre individuos y grupos sociales, pero, en el interior de cada persona, se da también una lucha entre su cabeza y su corazón. Son esas batallas las que originan tanto los conflictos sociales como los interiores, y causan, en mayor o menor medida, violencia, daño y angustia.
Cuando gana el mal, dominan el egoísmo, el individualismo, y el Yo, que busca el propio bienestar, generalmente afectivo –el sentirse bien-, por encima y a costa del bienestar de los demás, que son utilizados como objetos o instrumentos para favorecer el propio interés. Someter a los demás para que satisfagan los propios deseos requiere poder dominarlos, lo que algunos consiguen infundiendo a sus posibles víctimas miedo a sufrir violencia y lograr así su sumisión; otros lo logran mediante el dinero con el que compran la sumisión.
En la esfera sexual, el mal da lugar al comercio del sexo. En él, unos obtienen dinero; otros el uso de la sexualidad para el mero placer, despojado de ataduras, responsabilidades y compromisos. La comercialización del sexo es un escenario muy propenso al abuso de unos por otros, generador de traumas psicológicos con sus secuelas de desconfianzas, rencores, desengaños, frustraciones, insatisfacciones, que imposibilitan alcanzar la felicidad.
Cuando gana el bien, domina el altruismo, la caridad, el nosotros. Ahí, cada uno busca el bienestar y la felicidad de todos, que es consecuencia de hacer el bien con libertad –porque me da la gana-. Los demás son vistos como los seres investidos de dignidad, más maravillosos que los animales más exóticos, que los paisajes más hermosos, que las obras de arte más excelsas. Son, por ello, dignos de admiración y respeto. Esforzarse por quererlos y procurar su bien es la fuente principal de la alegría y felicidad propia.
En este escenario, se da prioridad a la familia, a los amigos, a los compañeros, al equipo de trabajo, a la patria, a la humanidad. Entonces, la búsqueda y mantenimiento del amor prevalece sobre la búsqueda del placer, por lo que se está dispuesto a hacer los sacrificios necesarios para lograr el bien común, por encima del bien particular.
La sexualidad, en este contexto, se entiende, se siente y se vive como sexualidad humana, es decir, regulada y dominada por la razón y la voluntad, que son las dos facultades específicamente humanas y que no sólo diferencian esencialmente al hombre de los animales, sino que también le hacen capaz de alcanzar la felicidad, que es una vivencia exclusiva del ser humano. Además, la sexualidad así vivida, pasa a ser expresión de amor, que tiene un aroma de perennidad, porque surge y se alimenta en la bondad de dos personas, y la bondad tiene una raíz espiritual, que no sufre la corrupción de la materia y puede perdurar indefinidamente, más allá de la muerte, de uno o de ambas partes; y porque perdura también en el amor de los hijos hacia sus padres.
Se dice que los soldados de Esparta llegaron a ser guerreros excepcionales porque los padres y madres de Esparta preparaban a sus hijos varones para la guerra desde muy pequeños, y a las hijas para ser madres de guerreros. Parte de esa preparación consistía en conseguir una técnica depurada en el uso de las armas y de las estrategias de la guerra, pero consistía, sobre todo, en lograr que todos adquiriesen las virtudes del buen guerrero: fortaleza, valentía, audacia, perseverancia, reciedumbre, compañerismo.
De modo semejante, incluso de modo más excelente, se debe preparar a los niños y niñas, desde muy pequeños, a ser muy buenos guerreros en esta guerra entre el bien y el mal, porque sus consecuencias, no solo tienen que ver con la vida biológica, sino con la vida espiritual. En esa preparación, los educadores y los diseñadores de la cultura deben fomentar las virtudes citadas como propias de los guerreros y que, en el caso de los que luchan a favor del bien de la sexualidad humana, son el pudor, la modestia y la castidad, cuya importancia se ha explicado con algún detalle en las páginas precedentes. Hay, además, multitud de escritos y comentarios en video, antiguos y recientes, que reflejan diferentes aspectos de este tema de excepcional importancia.

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