La madurez psicológica (entrevista)

Tenemos que estar dispuestos a hacer los sacrificios que implica la felicidad

El doctor Fernando Sarráis, licenciado en Psicología y especialista en Psiquiatría de la Clínica Universidad de Navarra, nos recibe para hablar de su libro Madurez psicológica y felicidad y de la íntima relación que existe entre ambas. AUTOR: Julio Molina

En primer lugar, ¿qué podría decirme sobre la madurez?

Yo defino la madurez psicológica como un equilibrio jerárquico entre cabeza y corazón, entendiendo la cabeza como la razón y la voluntad –que van unidas–, y entendiendo el corazón como afectividad. Esos son los dos motores de los que dispone el ser humano para actuar: la voluntad, que nos mueve en la dirección que marca la razón (que es la que juzga en cada momento lo que está bien o lo que está mal); y la afectividad, que nos mueve a hacer aquello que nos sienta bien o que evita al menos lo que nos sienta mal.

Ya los filósofos clásicos recogían esta idea de equilibrio, que sigue siendo perfectamente válida: la personalidad madura es aquella que logra un equilibrio del alma. Por eso se dice que las personas inmaduras son desequilibradas, porque existe en ellas el conflicto interno entre hacer lo que quieren y deben y lo que les apetece.

Lograr ese equilibrio –jerárquico, no lo olvidemos, pues es la voluntad la que ha de imponerse sobre los afectos– implica adquirir el hábito de dominarse a sí mismo, sobre todo de dominar las tendencias naturales que nos llevan a sentirnos bien y a evitar sentirnos mal.

Necesitamos entonces una voluntad fuerte.

Efectivamente. Si adquirimos el hábito de la fortaleza –que hace que la voluntad tenga fuerza–, estaremos en mejor disposición para hacer lo que tenemos que hacer, que es lo que nos conduce a la felicidad.

No olvidemos que la felicidad es consecuencia de ‘hacer lo que debo porque me da la gana’, de ser racional y libre. ‘Hacer lo que debo’ se refiere a mi conciencia, que es un juicio de la razón, y ‘porque me da la gana’ se refiere a hacer aquello que sea con libertad. Ahí reside la madurez. Al igual que la fruta madura es aquella que se encuentra en el mejor momento, la persona madura, la que actúa de acuerdo con la razón y la libertad, es aquella que ha alcanzado un estado de plenitud.

Parece que cada vez se madura más tarde.

Lo que sucede, en mi opinión, es que hay una crisis de la educación de la personalidad. En realidad se educa para tener éxito, para saber idiomas y tener muy buenas notas, por ejemplo, o para ser un gran deportista –y ser así valorado y querido–, pero no para tener un proyecto personal; y es importante tenerlo, imprescindible: si uno no sabe cómo quiere ser ‘por dentro’, es muy probable que se contente con intentar ser ‘por fuera’, socialmente, y no se preocupe de que es inseguro, por ejemplo, o inestable, o miedoso. Son rasgos negativos que solemos dejar pasar por alto, que nos desagradan, propios de las personas a las que les vence el impulso de la afectividad, y que nos dificultan en grado sumo nuestra aspiración de ser felices.

En el lenguaje médico, a las personas que son incapaces de dominar la afectividad negativa –el miedo, la ira, el odio, la tristeza, la envidia, etc.– reciben el nombre de ‘neuróticos’; cuando estas emociones son muy intensas, la persona, además, se vuelve irracional. Las emociones positivas, en cambio, especialmente la tranquilidad, la paz y la alegría, favorecen el pensamiento racional y libre. Son las que provienen de nuestro interior, y son las que hay que esforzarse en conservar.

Se trata, sin embargo, de hacer un gran esfuerzo.

El refrán dice: “el que algo quiere, algo le cuesta”; y si ser feliz, como convenimos todos, es muy valioso, entonces ha de costar. Lo que pasa, claro, es que tenemos que estar dispuestos a hacer los sacrificios que implica la felicidad. Para ser feliz, por ejemplo, también hay que amar; y el que ama, sufre, y eso ya no nos gusta tanto. El amor implica necesariamente sacrificarse por el ser amado, dominio personal para hacer lo que debo libremente, que es lo que me hace bueno y merecedor del amor del otro. Está claro que para ser bueno hace falta hacer el bien, y hacer el bien cuesta más que hacer lo que me apetece.

Muchas veces no estamos dispuestos a hacer tanto esfuerzo, y preferimos cambiar el objetivo difícil de ser feliz por el objetivo de sentir placer, aunque dure poco tiempo. El sucedáneo de la felicidad es el placer, la alegría que produce el momento de placer que experimentamos.

De algún modo nos sentimos empujados a ese bienestar pasajero.

Lo cierto es que nos desenvolvemos generalmente en un plano afectivo, y eso nos lleva a sentir más que a pensar. Recibimos muchos mensajes, a través de la publicidad, que nos invitan a consumir para sentirnos bien. Pero los sentimientos son pasajeros –a todo nos habituamos–, de modo que tenemos que seguir comprando para escapar del aburrimiento. Es el boom de la moda, o de la comida, por ejemplo.

Hay personas que hablan de crisis ‘de valores’, de ser valioso; y ser valioso es ser bueno, y ser bueno es ser virtuoso, y ser virtuoso significa tener hábitos personales operativos buenos, de la voluntad. Pero hay una focalización excesiva en conquistar metas valiosas en el mundo exterior, no en el mundo interior (que consisten en vencer los miedos, las inseguridades, la baja autoestima; en evitar las emociones negativas que nos impiden ser racionales y libres).

Nos distraemos mirando los espectáculos que la sociedad ofrece –la televisión, el fútbol, internet, la música…– para no volver sobre nosotros mismos, para no indagar en nosotros mismos. Y es que somos pesimistas sobre la posibilidad de gobernarnos. No nos gusta lo que vemos en nuestro interior y nos impacienta –y hace sufrir– saber que cosechar esos éxitos interiores, mandar sobre nuestros afectos, es una tarea que exige tiempo y esfuerzo. No estamos dispuestos a sembrar y esperar para recoger.

¿Qué se puede hacer entonces?

En primer lugar, convendría concienciar sobre las consecuencias de la inmadurez. Si somos conscientes de los estragos de las drogas, por ejemplo, o del alcohol, es porque hemos visto sus efectos en la gente. Tendríamos que ver entonces, como vemos los psiquiatras, el lado menos amable de la inmadurez: la inestabilidad, el enfado, la frustración, la angustia, que provoca en las personas.

La idea es volver a ilusionarse con el mundo interior –con el proyecto personal de carácter y personalidad– y fomentar así una población psicológicamente fuerte. Al igual que las personas que quieren ser fuertes físicamente se ponen en forma en el gimnasio, las personas que quieren ser fuertes psicológicamente también han de hacerlo. ¿Cómo? Descubriendo las cosas desagradables de cada día y llevándolas bien. Así nos estamos haciendo fuertes contra la afectividad, que es débil.

Cuando un niño sufre muchísimo porque un amigo no le ha dado un chicle, por ejemplo, el profesor ha de hacerle comprender que tiene que aprender a sufrir: “¿quieres tener esas rabietas toda tu vida? ¿No te das cuenta de que debes aprender a dominar la frustración? ¿Verdad? Pues venga, vamos a luchar por ello”. Es importante que los niños y los jóvenes aprendan a poner buena cara al mal tiempo, que aprendan a sufrir con humor, a sobrellevar las dificultades con buen ánimo. Cualquier circunstancia de esa etapa puede convertirse en una valiosa oportunidad de aprendizaje.

¿Y en casa?

Del mismo modo. En casa es muy perceptible el miedo a sufrir. La lactancia es muchas veces a demanda –no reglada, cada cuatro horas– por miedo al que el bebé pase hambre (si tiene mucha, se le da un biberón de agua y punto). Si el niño dice que está cansado, se le coge en brazos; si se aburre, se le pone la televisión: si tiene hambre, come sin esperar al resto. Y así es difícil educar a los hijos en el sufrimiento para que se hagan fuertes.

¿Un apunte final?

Decir sólo que está en nuestras manos educar la afectividad de nuestros hijos, y que sus beneficios son enormes. Educar su afectividad es ayudarles a dominar sus emociones negativas y proporcionarles, en fin, un valiosísimo instrumento para que acaben guiándose por la vida felizmente.

SUMARIOS:

  • Ser virtuoso significa tener hábitos personales operativos buenos, de la voluntad
  • Somos pesimistas sobre la posibilidad de gobernarnos
  • Hay una focalización excesiva en conquistar metas valiosas en el mundo exterior, no en el mundo interior